Las mujeres que no dejan morir a Roger Montezuma

| Primera parte |

El disparo de la escopeta le entró por la nuca y le salió por el cachete izquierdo. Según testigos, Roger Montezuma cayó de bruces frente a una estación de gasolina en la carretera hacia Changuinola, en Bocas del Toro, como se desploma un ejecutado que recibe un balazo de un sicario por la espalda. Roger tenía 24 años, tres pequeños hijos, una pareja, una casa de tablas y de pencas, una colchoneta para dormir, varios calzoncillos y unos pantalones desgastados, un fogón de piedras y de leña, una hamaca de hilo blanco y varios tanques de pinturas con agua, cuando el cartucho calibre 12 con plomo caliente le atravezó el cuello y la cara.

Eran las tres de la tarde del 17 de junio cuando recibió el disparo. Roger huía con decenas de Ngäbe-Buglé de una emboscada policial que sucedía en el inicio de la vía que conduce a Changuinola —la ciudad más importante de Bocas del Toro, exportadora de banano, fronteriza con Costa Rica, que en las últimas dos semanas controlaban indígenas—. Los Ngäbe-Buglé habían bloqueado el acceso a la ciudad por carretera en las comunidades de Puente Cusa, Los Chiricanos, Las Cañas, Norteño, Loma Estrella, Loma Azul, Quebrada Pastor, Valle de Agua y Nuevo Paraíso, con grandes árboles que cortaron con sierras.

Se cumplían, por entonces, más de dos meses de protesas en el país por unas reformas a la seguridad social —derecho que pocos indígenas tienen— que los ngäbe consideraban empobrecían aún más a la miseria que ya viven. Roger fue el primero de los manifestantes en ser capturado. El resto de los indígenas se escaparon entre los montes y los cerros vecinos de la estación de gasolina.

A las 11 y 34 de la noche la fiscalía llevó al hijo de Roger Montezuma y Omaira Miranda a la morgue de la comunidad de Chiriquí Grande con restos del cartucho de la escopeta entre su cuello.

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Felipe Beker, testigo del asesinato de Roger Montezuma

Acabo de llegar a Gualaquita, área limítrofe de la Comarca Ngäbe-Buglé, donde vivía Roger Montezuma, con una comisión de la Coordinadora Popular de Derechos Humanos de Panamá y el Observatorio Panameño de Derechos Humanos, que registra las víctimas de la represión de las protestas contra la Ley 462 —sobre la Caja del Seguro Social de Panamá—. Gualaquita es una zona montañosa, poblada por casas de madera y de paja que habitan familias numerosas de esta nación indígena.

Nos reciben en una casa de madera comunal tres tías de Odalis —la pareja de Roger— y una dirigente de la comunidad de nombre Ofelia Carrizo. Estas cuatro mujeres indígenas, los últimos 20 días, se han encargado de investigar el asesinato de Roger y ayudan a Odalis con sus tres hijos. Consiguieron cartuchos de escopetas, un balín de plomo, donde mataron al joven en la entrada a Changuinola, y en Gualaquita recogieron más evidencias, el día 19 de junio que las reprimieron con gases lacrimógenos que dispararon policías desde helicópteros, mientras ellas oraban en la iglesia, con la comunidad, por los heridos y los desaparecidos.

Dos de las tías de Odalis, Leidys y Delfina, recorrieron hospitales, la morgue, la policía, la fiscalía, cuando Roger no regresó a casa, y en todos los lugares les dijeron que no sabían nada de su familiar. Lo encontraron el 2 de julio. Una funcionaria de la fiscalía llevó a Gualaquita la cédula del joven con una instrucción: tenían que reconocer a Roger en la morgue.

El 3 de julio visitaron la morgue. Según Leidys, la más joven de las tías, los funcionarios estaban apresurados con que retiraran el cuerpo y le dieron un ultimátum de dos semanas que ellas no respetaron. Ese día notaron algo distinto en la pareja de su sobrina. No tenía cabello, lo habían rapado como a un policía. ¿Por qué? Todos los días se lo preguntan a sabiendas que es posible que jamás lo sabrán. Lo único que saben es que Roger, la mañana del 17 de junio, horas antes de recibir un disparo en el cuello, le dejó su teléfono celular a Odalis. ¿Por qué? Tampoco saben.

«En el área de la bomba —estación de gasolina en la entrada a Changuinola, donde sucedió la represión— tenemos una cámara. Tenemos cámara en el restaurante —de al lado de la estación de gasolina—. Debe tener información de cara a cómo aconteció —el asesinato—», dice Ofelia.

La casa de Roger está vacía desde hace varios días. La familia de Odalis, la pareja del joven indígena, me dice que ella no quiere regresar a este lugar porque es un homenaje a su dolor. Odalis ha sido la más afectada por la situación. Sus tres hijos le preguntan —sobre todo el más grande— cuando regresará su papá.

Roger se encargaba de cosechar la poca comida que los alimentaba. Su tía Leidys dice que Odalis ha preferido guardar silencio. «No la presionamos para que hable», me dice. En cambio, la ayudan con sus hijos, cuidan la casa y cocinan para facilitarte la vida mientras ella sobrevive la desgracia en la casa cultural donde pasa con la familia que le queda. Odalis, desde nuestra llegada, no ha dicho una palabra y su ausencia se siente como un gran estruendo.

En la casa de Roger, no obstante, quedó su vida. Algunas paredes tienen dibujos de sus hijos, hay viejos juguetes, una cabeza de plátano y la ropa vieja que usaba para ir a trabajar. Dicen sus familiares que Roger vivía para su familia, que era reservado, y que se levantaba temprano, cosechaba los alimentos y volvía al hogar donde era feliz, a los brazos de Odalis, de la joven que conoció en un encuentro comunal y terminó siendo la mamá de los hijos que no volvió a ver más nunca.

En el expediente del caso que investiga el Ministerio Público se mantiene la versión de la Policía Nacional: Roger recibió un disparo de un desconocido y ellos lo recogieron en la calle con vida y lo llevaron al hospital. Por supuesto que en Gualaquita nadie cree esta versión.

Antes de despedirme me acerqué a Odalis y aproveché para preguntarle muy cerca de su oído qué era lo que más le gustaba de Roger, e hizo uno de los mayores gestos de amor que existen: después de pasar la tarde muy triste entre nosotros, sonrió en silencio, de forma pícara, con la complicidad que conocen los jóvenes enamorados.

Por V. A. Mojica